Tras su participación en la Feria del Libro de Mar del Plata, el escritor, crítico literario y profesor universitario dialogó con Citecus sobre la relación entre narración y ensayo y sobre la convivencia de la literatura con la sociedad, la política y la historia.
Por Agustín Casa
Con su mochila deportiva en la espalda y su bolso de mano, Martín Kohan habría pasado inadvertido entre turistas que visitaron Mar del Plata durante el frío fin de semana largo de octubre. Sin embargo, sus textos y conferencias no podrían pasar desapercibidos. Sus palabras y definiciones no podrían hacerlo. Sus análisis críticos y sus comentarios amenos tampoco podrían hacerlo.
En la Feria del Libro de Mar del Plata, el escritor, crítico literario y docente universitario –es doctor en Letras y profesor de Teoría Literaria en la UBA– participó de dos actividades. Primero, acompañó a Mónica Bueno y a Inés Pérez en la presentación del libro Tríptico. Alfonsina Storni (EUDEM, 2019), al cuidado de Bueno y Todd Garth. Luego llegó la hora de hablar de 1917 (Ediciones Godot, 2017), su libro de ensayos. Ambas charlas se desarrollaron a sala completa.
Donde antes había una sala llena de lectores, ahora había una sala vacía. Martín Kohan apoyó su mochila y su celular –un teléfono pequeño, de esos que, en apariencia, sugiere que sólo se comunica por mensajes de texto y llamadas– sobre la mesa. Como si el tiempo se detuviera para hablar de literatura o como si no hubiera tiempo cuando se habla de literatura, Kohan dialogó con Citecus de manera descontracturada, fresca y apasionada durante más de media hora.
-En la presentación dijiste que “narrar es una forma de pensar” respecto a la relación entre narración y ensayo. Por otra parte, hace un tiempo escribiste en revista Anfibia sobre Ricardo Piglia y sostuviste que cuando Piglia narra, ensaya y cuando ensaya, narra. En 1917, ¿hubo una búsqueda en ese sentido?
-Sí. En ese sentido, efectivamente están las deudas con Piglia, con los distintos aspectos con los que tuve la suerte de relacionarme con él, desde lo personal hasta haber sido estudiante en sus cursos, lector de sus textos de ficción, lector de sus textos críticos. Todo eso es lo que se va aceitando un poco en esta línea, que hace caer algunas dicotomías porque pondría en un plano de presunta ingenuidad el contar historias, que muchas veces es una definición que uno encuentra ligada a algo del orden de la espontaneidad y hasta de la ingenuidad. Contra esa perspectiva, la idea de la escritura del ensayo que plantea ideas o elabora conceptos nutriéndose de la narración. Porque, al mismo tiempo, la narración no tiene este carácter espontaneísta o naif de contar historias, sino que narrar también es de alguna manera elaborar conceptos. Porque narrar es dar sentido o tratar de dar sentido y, por lo tanto, indagar sentido, disponer sentidos o desestabilizar sentidos. Entonces, ¿por qué no valerse de esa potencia de la narración en relación a la significación para esa otra forma de abordar o interrogar la significación que es la reflexión crítica? Efectivamente, las dos prácticas se pueden articular o complementar como propone Piglia y como hace Piglia. Al mismo tiempo, me parece que a mí me sirven mis propias prácticas de escritura para que esas otras dicotomías que a veces se activan –el novelista y el crítico, el narrador y el ensayista– no funcionen como dicotomías porque, de hecho, no funcionan como dicotomías. En un tramo de un desarrollo de un texto, no sólo como los ensayos de 1917, incluso en textos críticos con formato más académico, por qué no valerse de una narración ahí donde la narración puede ser motor de pensamiento también.
-¿Hay una ruptura, en esa línea, de las estructuras o es más en el plano del lenguaje? ¿Cómo conviven y se nutren el escritor, el crítico, el docente, el que escribe textos académicos?
-Conviven muy armónicamente porque procuro que convivan muy armónicamente, porque me resisto a toda esa compartimentación que toma un carácter que, en cada caso, me resulta insatisfactorio o directamente decepcionante. Por ejemplo, una cierta vertiente que terminaría resultándome casi antiintelectualista, ahí donde pondría exclusivamente en la intuición o en “la inspiración” una práctica literaria ligada a la creatividad frente al trabajo crítico universitario ligado con una instrumentación administrativa y el cumplimiento de ciertas fórmulas. Eso me resulta decepcionante en ambas direcciones por el antiintelectualismo de ese modo de concebir la literatura. No estoy de acuerdo, no me conforma. Pero tampoco por la asignación de esa estructura para la práctica universitaria. Es como una doble insatisfacción en esa escisión y, según el ámbito en el que me encuentro, se me activa un aspecto de insatisfacción o el otro. Porque también me resisto a que en el ámbito universitario tengamos que practicar estrictamente una escritura burocrática, administrativa, apagada, instrumental. Entonces, no hay dicotomía. Yo me lo planteo. Me saldrá bien, mal, mejor o peor. No hay una especie de división del trabajo según la cual, supuestamente, yo podría desplegar una escritura de tipo creativa si estoy escribiendo una novela e instrumental si estoy escribiendo una ponencia para un congreso. Porque no tiene por qué haber menos creatividad en la elaboración de ideas en un texto crítico, se busca creatividad en la ocurrencia de una idea para la hipótesis, que en la creación de una trama o de un tipo de narración o de un tipo de personaje en una novela. Eso en cuanto a la concepción. En la escritura, la idea de buscar detenidamente un adjetivo, un adverbio, que sea ése y no otro, porque se trata de una novela y poner el primero que se te viene a la cabeza o el más obvio, o el preestablecido, porque es un artículo universitario es una división que me frustra doblemente. Y procuro que la misma exigencia con el lenguaje y con las formas funcione si estoy escribiendo una ponencia para un congreso o si estoy escribiendo una novela. La decisión sobre coma o punto y coma, sobre el ritmo y la respiración de una frase, sobre la elección de una palabra o la otra, no lo hago con más o menos cuidado en un caso o en el otro.
-En 1917 te referís a la literatura como espera. Luego introducís el concepto de Adorno respecto a lo social y el arte. ¿En qué consiste esa espera?
-Hay algo en el abordaje que fui intentando en los distintos textos de 1917. Esta relación de literatura y sociedad es interesante recorrerla en distintos momentos, figuras e instancias que son, sin duda, complementarias y hacen a un conjunto de campo de problemas, pero que van teniendo matices diferentes según esto se lo interrogue desde ciertos escritores. Luego habría que ver de qué escritores se trata en cada caso. De hecho, lo que uno va haciendo como práctica crítica: interrogar este campo de cuestiones en Walsh, en Borges o en David Viñas.
-Justamente en el ensayo publicado en Anfibia hablás de la relación entre literatura y sociedad en Piglia. Mencionás que hay una inversión, que él parte desde la literatura.
-Exacto. Porque ahí desestabilizás, o por lo menos reconfigurás, ciertas premisas o ciertas formas muy establecidas y muy estabilizadas de esa relación como sería la literatura de compromiso, la literatura de mensaje, el realismo como instrumentación de una estética socialista. Problematizar y reconfigurar esas variaciones que tienden a ser relaciones de supeditación de la literatura a un orden no literario, la literatura en función de otra cosa. Y si bien si uno la piensa en clave revolucionaria es en función de otra cosa, no pensarla siempre o no necesariamente en términos de supeditación a otra práctica, a la realidad existente, a un encuadre político, a un orden de sentido ya establecido. Y, en ese punto, desde otras miradas literarias reconfigurar y repensar el campo de problemas. En 1917 hay un cambio respecto a eso que es abordar el campo de problemas no desde escritores o figuraciones de la literatura, sino desde los propios hombres de la acción revolucionaria o del pensamiento político: Gramsci, Marx, Lenin, Trotsky. Qué pasa si uno interroga, tomemos a Lenin y a Trotsky que son los hombres de la acción revolucionaria en sentido estricto, este mismo campo de problemas -literatura y sociedad, literatura y política, escritura y acción- desde los hombres de acción en las escenas en las que están leyendo o escribiendo. Qué pasa en esa articulación. Ahí sí, en la medida en que el vértigo de la aceleración revolucionaria, y la urgencia y la aceleración de los tiempos en circunstancias así, efectivamente aparecen interrumpiendo la literatura o haciendo la literatura una escena de espera para eso otro. Ahora, no hay una única formulación y me parece que lo interesante es eso, ver cómo se van configurando y reconfigurando variaciones del mismo campo de problemas según lo interrogues en una figura u otra, desde una posición o de otra, aún dentro del campo de un imaginario de política revolucionaria. Siempre en un campo de figuración de política revolucionaria, según en quién lo interrogues, aparece una modulación distinta. E insisto, una modulación muy distinta cuando desde el campo de la literatura interrogás un imaginario de la política o cuando te concentrás, como hice en 1917, en algunas escenas de la figuración de los hombres de acción política en su relación con la literatura.
-Asimismo, señalás que el escritor está fuera de lugar. ¿Cómo se encuentra fuera de lugar en ese contexto?
-Me interesa justamente esa potencia de descolocación. El fuera de lugar como una potencia y una posibilidad que le asigno, en principio, a la literatura en cuanto a desconfiar de esos lugares asignados a la literatura, a veces en nombre de la revolución o a veces en términos de un encuadre revolucionario, como la literatura de compromiso, la literatura de mensaje, con un lugar muy asignado y generalmente subordinado a otro orden. La idea de la descolocación como un valor en la literatura y aún de los escritores. Y en la descolocación el poder de descolocar. Uno puede detectar, percibir o proponer la potencia crítica de aquello que desestabiliza porque a veces, aún en términos de la configuración de una visión revolucionaria, la literatura puede quedar estabilizada en un lugar fijo, uniforme, preestablecido. Entonces, la descolocación se resuelve en potencia, no tiene lugar ahí. ¿Cuál es el lugar de la escritura? ¿Cuál es el lugar de la lectura? No hay tiempo, no hay lugar. Entonces, preguntarse por la temporalidad literaria y por el lugar descolocado de la literatura ahí. Justamente ahí es donde aparece otra variación de literatura y política diferente.
-En este sentido, en un plano más general, ¿cuál es la distancia entre lenguaje (y escritura) y acción política (y decisiones políticas)?
-Hay momentos críticos que son extraordinarios en todos los sentidos. Ocurren como un destello: el chispazo revolucionario, la escena revolucionaria, el momento donde la acción es tan intensa y tan definitiva que me remite a ese tramo de las Cartas desde lejos de Lenin. Le llegan noticias de que estalló la Revolución de Febrero. Tiene que tratar de volver a entrar a Rusia. Está en el exilio e interrumpe la escritura para pasar a la acción. Esa escena, esa situación, es prodigiosa y es extraordinaria, porque se trata de un hombre extraordinario en una situación extraordinaria. Ahí donde la literatura era espera, cuando el momento llega y es el momento de la acción, la escritura se interrumpe. Se tiene que interrumpir, es Lenin. Y en el momento revolucionario, el destello de ese momento incomparable, permite ver después, en las variaciones de las escenas posibles, algo que no necesariamente sería del orden de la exclusión o de la expulsión. ¿Qué pasa cuando la escritura sí tiene lugar en la vida del hombre de acción revolucionaria? Lenin en la cárcel, Trostsky en el exilio. ¿Qué pasa cuando una cierta obstaculización, un impedimento, en el exilio o en la cárcel, una demora o un freno de la participación política, en el sentido de la acción revolucionaria, deriva en escritura revolucionaria? Entonces, me parece que entre la escena donde la urgencia de la acción revolucionaria, y su aceleración temporal, interrumpe en la escritura y la desaloja, y luego la posibilidad de interrogar lugares de escritura, escenas de escrituras al interior de la acción revolucionaria o al interior de las vidas de los hombres de acción revolucionaria, que es siempre un lugar descolocado.
-Hablamos de literatura, política y sociedad. ¿Cómo se configura el discurso histórico en la literatura?
-Depende. Es crucial eso y no hay una única respuesta porque no hay un único modo. Se puede, y se ha hecho, establecer distintos modos de configuración sobre la base de las dos líneas rectoras de esta cuestión: tiempo y narración. Desde Ricoeur, que escribe Tiempo y narración, hasta Hayden White, la idea de que esta temporalidad de la que veníamos hablando y la narración, como dice Ricoeur, es temporal. No sólo dice la temporalidad, sino que la hace transcurrir. En ese punto en que advertimos, por eso mencioné a Hayden White, que la historia no es ficción, pero sí es una narración y que hay algo que la pone en sintonía con la literatura, en tanto que narración, sin que eso implique subsumirlas en una misma condición porque en la literatura hay ficción y en la historia no. Pero qué pasa entre tiempo y narración en la narración histórica, dado que la historia es una narración, y entre tiempo y narración en la literatura. Y luego qué pasa cuando la literatura narra historia. Noé Jitrik ha escrito sobre esto a propósito de la novela histórica. Cuando la literatura narra historia, ¿qué narra? ¿Acontecimientos o relatos? Es decir, los materiales de una ficción con tema histórico, con asuntos históricos, ¿sus materiales son los de la realidad empírica, de los acontecimientos ocurridos, o es un texto sobre otros textos, los de la historia? Quiero decir, ¿la relación es referencial o intertextual? Puede ser una cosa o la otra, depende de los casos. La distinción es crucial. La literatura ahí está narrando de otro modo porque la historia también narra los hechos. La literatura aparecería ahí para hacer lo mismo de otro modo, narrar los hechos pero con una modulación distinta o esa narración se monta sobre esa otra narración previa, la que ya ha hecho la historia. En castellano tenemos la misma palabra, que es la palabra “historia”, para designar la realidad de los hechos ocurridos y la narración que se hace de ellos. Mientras que en inglés están history y story. En un punto, para esto que estamos diciendo, en esa distinción está todo porque distinguiendo los términos, cuando la literatura cuenta la historia, ¿qué está contando, story o history? ¿Está volviendo sobre narraciones previas o está yendo en grado uno a la realidad? Generalmente narra narraciones previas. Entonces, lo interesante ahí es ver qué grados de reelaboración, qué capas y grados de significación, porque los hechos ya de por sí tienen una significación, pero ya hay una narración previa. Difícilmente sobre hechos de la historia no habría. Si uno piensa: ¿qué es San Martín? Si uno piensa en lo que escribió Andrés Rivera, lo que escribió Ricardo Piglia, lo que escribió David Viñas, sobre Urquiza, sobre Rosas, claramente son operaciones de significación sobre un campo de significación. No es una narración sobre la materialidad empírica de los hechos en cuanto a que ésta ya está cargada de significación. Entonces, el texto de la ficción literaria opera al interior de esas significaciones previas: las ratifica, las desvía, las cuestiona, las retoma, las potencia, las parodia. El espectro de variaciones es enorme, pero yo pienso la relación en esos términos: es introducir un orden de sentido al interior de un orden de sentido previo.
-¿Cómo describís la relación entre discurso histórico y discurso literario en la tradición literaria argentina? Decías que es muy variada, pero ¿cómo se puede pensar esa relación? ¿En qué términos?
-Es muy amplio y es muy interesante. De hecho, lo trabajé bastante. Me tocó escribir un capítulo de la Historia crítica de la literatura argentina, que dirigió Noé Jitrik, sobre la cuestión historia y literatura. Entonces, volví mucho sobre esos materiales y efectivamente las operaciones son muy diversas. Pero uno podría tomar como punto de partida en el siglo XIX un elemento que ilustra a la vez lo que estamos diciendo con una variación fundamental y extraordinaria, que es Amalia de Mármol. En la medida en que esa novela histórica narra, con el formato de las novelas históricas de Walter Scott, su presente. Porque Amalia es de 1851, Rosas está en el poder, y narra ese presente como si fuese pasado. O sea, convierte al presente en una ficción de pasado por medio de un género literario, el de la novela histórica. Y narra hechos que son contemporáneos como si estuviesen lejos en el tiempo. Echeverría en El Matadero hace algo parecido. Lo escribe en la contemporaneidad de los hechos como si estuviese en el futuro, como si los hechos hubiesen quedado atrás. O sea que, la literatura aparece ya en la generación del 37 fabricando algo así como una ficción de historia. Cuando esos hechos todavía no son historia, la literatura produce una ficción de historia. No una ficción de la historia, una ficción de historia. El primer efecto de ficción es que esos hechos y esos personajes ya son historia cuando todavía no lo son.
-Hay un distanciamiento.
-Producen un distanciamiento. Inventan una distancia temporal que en los hechos no existía. Hay algo que ha dicho Borges y que me pareció también uno de esos hallazgos de sus observaciones. Dice que nuestra memoria histórica de los tiempos de Rosas está definida por Amalia de Mármol. Es decir, por una ficción literaria.
-Escrita en pasado, pero que da cuenta, en cierto punto, de un presente.
-Exacto. Para los contemporáneos eso permitió leer su tiempo como si ya hubiese pasado. En el siglo XX, esa ficción funda una memoria del rosismo con fuerza de verdad histórica. Hay algo que yo también había pensado desde Borges. Hay un momento en que Borges dice que Don Quijote de la Mancha se ha vuelto más real que Cervantes, nos parece más real que Cervantes. Es algo que me parece que se puede transferir a Martín Fierro respecto de Hernández. Nos parece que Fierro existió. Nos parece que existió más que Don Segundo Sombra que sí existió. Pensamos como si Martín Fierro hubiese existido como Juan Moreira. Entonces, se aprecia ese poder que la literatura tiene, desde la ficción, de producir algo así como un efecto de realidad. Me parece que el modo en que el siglo XX vuelve sobre esas figuraciones del siglo XIX lo que hace es activar todo este campo de problemas. Pero se vuelve sobre El Matadero, sobre Martín Fierro. Seguimos reescribiendo el Martín Fierro. En gran medida también estamos reescribiendo la historia, reescribiendo esas escrituras, a veces de la historia y a veces de la ficción.
-Por otro lado, ¿cómo es la historicidad de la literatura?
-Por lo pronto, la historicidad que marca el canon y la tradición. Escribís al interior de una tradición literaria, que tiene ya su propia historicidad. Entonces, escribís al interior de esa dinámica. A la vez, esto que estamos distinguiendo, en realidad, se entrecruza. Todo va funcionando en capas distintas, pero va funcionando al mismo tiempo. Los textos están reescribiendo la tradición literaria, reformulando un imaginario histórico, reescribiendo narraciones de la historia. Todo a la vez.
-¿Cuál es tu mirada de la literatura actual y del mercado editorial?
-Es un momento de enorme cantidad de producción, de publicación, de circulación, cosa que de por sí es muy auspiciosa y entusiasma. Y al mismo tiempo complica el estado de cosas en cuanto a que se publica y circula muchísimo. Aún para los que, como es mi caso, estamos muy atentos –un interés muy genuino de seguir lo que se está escribiendo y lo que se está haciendo hoy–, la proliferación es tal y la abundancia es tal que efectivamente también nos lleva a plantearnos el dilema de empezar a discernir casi en el efecto de infinitud de todo lo que sale. Qué leer, qué recortar. Sobre todo porque creo que, al mismo tiempo, una cierta dinámica de distinción, de marcación, de subrayamiento se altera porque este proceso de transformación del sistema editorial argentino en los últimos años largos coincide con una dinámica de circulación de las redes sociales donde, a la vez, muchos escritores se asumen como los responsables de prensa de sí mismos, entonces también hay algo de autopromoción o interpromoción –yo a vos, vos a mí–. Eso ocupa un espacio muy grande y no responde exactamente a la dinámica del reconocimiento literario, porque la dinámica del reconocimiento literario es que el libro va, interesará o no interesará, surgirán lectores o no surgirán. Las mismas condiciones de las redes sociales y las nuevas tecnologías permiten que de una parte de ese rebote, de ese eco, se ocupen los propios escritores, entonces hay un volumen desmesurado de circulación de textos. Se publica y se publica y, al mismo tiempo, ¿de qué se habla? De todos, porque cada uno está hablando de sí mismo, un poco impúdicamente. Entonces, también hay un sobredimensionamiento de los discursos sobre los textos. El momento exige redoblar las prácticas del discernimiento. Hay un núcleo que permanece inalterado que es la dinámica de escritura y lectura con los tiempos que eso suele tener, que son más bien lentos. El modo en que un texto va consolidando, sedimentando lecturas, reconocimientos, el rebote de las lecturas. El mundo literario es chico, somos pocos, de manera que, la circulación genuina de un libro va encontrando sus lectores y sus reconocimientos, en un tiempo que suele no corresponder a la ansiedad y a la vanidad del autor, pero si ese tiempo se da, efectivamente los textos y los escritores van encontrando su lugar. Y yo que estoy muy atento al presente voy siguiendo esas escrituras: Gabriela Cabezón Cámara, Pablo Katchadjian, Leonardo Sabbatella, María Sonia Cristoff…
-En ese contexto, ¿a qué le presta atención la academia?
-A veces aparece una especie de prejuicio que es suponer la universidad como una especie de institución tipo museo, donde entra lo ya establecido. No funciona así, por suerte. La universidad conjuga sus lecturas absolutamente en tiempo presente. No es el museo donde va a parar lo ya reconocido. Es una máquina de reconocimiento que funciona en tiempo presente. Aún quien da Siglo de Oro o quien da literatura argentina del siglo XIX tiene la posibilidad, y de hecho ocurre, de poner ese pasado en relación a un presente. ¿Qué del presente se escribe en resonancia con ese pasado? Y esa dinámica y esa conjugación del presente están en la universidad. Ésta ha sido y sigue siendo una de las instancias de lectura y de crítica literaria donde cierto grado de reconocimiento se produce más rápido. La universidad está fuertemente abierta. Tiene un muy buen registro y muy buenos reflejos para las escrituras del presente e interviene con atención en las escrituras del presente. Aquellos que no estén siendo considerados deberían asumirlo con más resignación y más modestia.
Sin dejar de lado nunca la docencia, por momentos el crítico asomó en la conversación, cuando no era desplazado por el escritor. Pero, como el propio Martín Kohan señaló, estas facetas no son independientes, sino que en su caso conviven de manera armónica.
Al finalizar la charla y levantarse de su asiento, miró a su alrededor. El edificio le resultaba familiar. Creía haber estado antes en ese lugar, pero no recordaba qué había allí. Ante la referencia de su interlocutor, asintió al escuchar que allí funcionaba la vieja Terminal de Ómnibus.
Fuera de la sala, unos pocos vendedores permanecían en los stands. Un sereno recorría los pasillos desiertos, mientras intentaba divisar algún rezagado. La iluminación era tenue, la feria ya había cerrado sus puertas al público. Con su mochila en la espalda y su bolso de mano, Kohan abandonó la feria. El tiempo no se había detenido mientras hablaba de literatura, pero eso no lo preocupaba.
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